Érase una vez una nube llamada Claude que tenía miedo de las tormentas. Claude se formó una tarde de primavera, casi llegando al verano cerca de la costa azul francesa, de ahí su nombre francés y su gusto por los tejados de París, el olor a croissant de mantequilla recién hecho y, sobre todo, las cosas bonitas que le emocionan más que nada en el universo y le pueden hacer llover de felicidad.
Desde siempre, sus días pasaban surcando el cielo, dejándose llevar por el viento y con la agradable sensación del calorcito del sol. Acompañada siempre de su mamá Claudia y otras nubes amigas, observaba la Tierra desde muy arriba imaginando como sería vivir allí abajo.
Hasta que una mañana el día se transformó en noche y se desató una terrible tormenta. Claude tenía miedo de las tormentas porque odiaba las aglomeraciones de nubes que la aplastaban, empujaban y zarandeaban. Le aterraba pensar que podría chocar con otra nube violentamente, produciendo un gran estruendo y generando una descarga eléctrica que separase sus partículas haciendo que desapareciese para siempre. Ella no estaba preparada para luchar con las otras nubes, era muy pequeña y muy delicada, por eso, esa horrible mañana, su madre se entrometió y, simplemente, dejo de existir, dejando tras de si un estallido de luz.
Claude salió despedida y, tras dar unas cuantas volteretas, comenzó a volar tan rápido como pudo sin un destino, sin mirar atrás, sólo buscaba escapar de aquella violenta tempestad… y de la tristeza. Tan lejos llegó que cruzó el límite del Cielo con la Tierra y se encontró en un lugar que había visto muchas veces desde el cielo, pero en el que nunca había estado. Estaba dentro de una de esas grandes estructuras llenas de cuadraditos de luz. Una criatura extraña la miraba ojiplática. Claude quería marcharse, pero estaba agotada, temblaba y llovía de poco a poco, formando un pequeño charco en el suelo de mi habitación.
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