Su nombre era Cédric. Era un muchacho francés de esos que triunfan siendo demasiado jóvenes y después se cansan del éxito. Probablemente, trabajaba como director de arte en una agencia de publicidad reconocida. Más que del éxito en si mismo, se hastió, de todo lo que éste conllevaba. Por lo mucho que parecía cuando iba tras él y de lo vacío que en realidad estaba. En medio de la vorágine tecnológica, de la inmediatez, del ruido frenético, del estrés y del ir y del venir, del timeline con vencimiento “ayer”, su tiempo se detuvo, todo se movía y él se quedó allí, quieto.

Cogió sus maletas y se fue a Bruselas, a buscarse a si mismo. Paseando, comenzó a llover, justo encima de él, en ningún otro lugar alrededor. Levantó la vista y observó una bonita nube. Intentó esquivarla, pero le perseguía allá donde iba. Entró a resguardarse en un patio. Se encontró en un taller de impresión, de los de antes. Quizá le llevo hasta allí el recuerdo, ya casi olvidado, de su abuelo que un día le llevó a conocer su lugar de trabajo y le contagió la pasión por su oficio. Al llegar a aquel taller, aquel recuerdo se sacudió el polvo y las telarañas y Cédric sintió la misma ilusión y curiosidad del niño que todavía seguía viviendo dentro de él (aunque había estado dormido durante demasiado tiempo).

Se atavió con su delantal de trabajo y comenzó sus probaturas. Se pasaba horas y horas en el taller, aprendiendo el arte de escoger, ensamblar y disponer los caracteres para formar palabras o frases. Colocaba cada una de las piezas de plomo que representaban letras, números o signos de puntuación con sumo cuidado, midiendo y respetando los espacios, dejándolas respirar. Después, se acercaba al taquillón. Allí tenía clasificados los distintos tipos de papel, de diferentes grosores, texturas, calidades, tonos. Imaginaba cual de todas las opciones serviría mejor a aquel texto dispuesto en plomo y madera y se quedaba con dos para escoger, de entre esas dos, la más acertada. A veces, si lo veía muy claro, se quedaba con un solo tipo de papel y probaba.

“Ese carácter ha quedado un poco desplazado. Necesita más sangre. El interlineado no esta mal, pero podría estar mejor”. Unos ajustes aquí y allá, en busca de la perfección utópica de todo lo que se crea artesanalmente. La imperfección es lo que hace que esas creaciones sean tan valiosas, porque las hace únicas. Una última prueba. Ahora sí. El estruendo de la impresora traquetea continuamente. El papel desfila por la máquina Heidelberg. Una a una, cada una de las hojas, quedan marcadas por el plomo y la tinta.

Mientras la tinta se seca, Cédric vuelve al taquillón del papel y selecciona una hoja impresa previamente con un bonito estampado en cuadritos milimetrados. Lo pone sobre la mesa. Un doblez, lo gira con delicadeza, otro doblez, un nuevo giro, y un tercer doblez. Encola aquí y allá. Ya tiene un sobre: simple, sencillo, limpio y muy muy bonito. La tinta ya se ha secado. Acaricia con sus dedos el papel, con sumo cuidado, notando el relieve de las letras impresas y la textura rugosa del papel.

Unas semanas más tarde, abres el buzón y descubres un bonito sobre de cuadrito milimetrado con tu nombre y dirección escrita a mano. Es una rara avis. Acostumbras a encontrar sólo folletos publicitarios y, como mucho, alguna factura (casi mejor que sea lo primero). Coges un abrecartas y lo abres, con delicadeza. Es algo valioso por lo excepcional que es. Contiene una tarjeta impresa a la antigua usanza por Cédric, aka Le Typographe, para felicitar Pascua, tu cumpleaños o, simplemente, para mantener el contacto. Lo importante, y más en estos casos, es el detalle. Esta es una de esas pequeñas cosas que marcan la diferencia y consiguen sacarte una sonrisa.

En la era digital, plagada de ordenadores, smartphones, redes sociales… el placer y el lujo se encuentra en aquello que tiempo ha fue cotidiano. En un mundo en el que la forma más habitual de interactuar con el entorno y con los demás, es a través de una pantalla, lo personal, lo tangible, se convierte en algo memorable.

La historia que os he contado está inspirada en una pequeña tienda situada en la Rue Americaine, 67, en Bruselas. Como en tantas otras historias, hay parte de verdad y parte imaginada. Pero si os acercáis a la tienda podréis saludar a Cédric o alguno de sus dependientes. Lo encontraréis tras el mostrador perfectamente ataviados con su delantal de tenderos/tipógrafos. Lo que será difícil si vais hasta allí, será marchar con las manos vacías, porque la tienda es encantadora y venden unas cosas preciosas.

Como siempre, os dejo un pedacito de música para acompañar el post. En este caso, forma parte de la banda sonora de «You’ve got Mail»: «Remember» de Harry Nilsson. Para mí, tiene sentido en este post porque habla de recordar lo anterior para encontrar respuestas. Le Typographe a vuelto a la impresión tradicional y sus productos también invitan a recuperar la escritura a mano (ya sea en su cuaderno o en sus tarjetas postales). Espero que os guste el post y también la música!
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