Neighborhood

367 días, 52 semanas y pico, 12 meses, 1 año bisiesto y 1 día nos ha robado ya este maldito virus… Un año que ha pasado en el el tiempo, pero que no ha acontecido. Se nos perdió la primavera, con su Pascua y su día del libro, vivimos un verano descafeinado y sin los Juegos Olímpicos de Tokio , volvimos a nuestras guaridas en otoño , y la Navidad fue… diferente (un eufemismo para decir que no fue). Ya hemos comprendido lo importante que es el lugar donde habitamos y con quien compartimos nuestra vida. Hemos echado a personas de menos y, a otras personas, las hemos echado de nuestro lado por estar de más.

Ilustración: Sara Palacios

Pero muy cerca de nosotros vive otra gente, otras personas, a las que no hemos elegido, pero que viven solo a un descansillo, una puerta o unos peldaños de distancia. Nuestros adorables vecinos, como diría el título de la serie. 

Durante los días de confinamiento extremo, al volver del trabajo, con el alma encogida de pasear por una ciudad llena de calles desiertas, quietas, calladas… solía subir las escaleras del edificio en el que vivo en lugar de coger el ascensor. Mientras hacía algo de ejercicio y, para que engañarnos, esquivaba algún posible contagio, jugaba a adivinar quien se escondía detrás de las puertas (como en aquellos concursos de la tele de los 80) y a escribir mentalmente su historia. A muchos de ellos, no los conocía más allá de un saludo, un encuentro incómodo en el ascensor, una reunión de la comunidad o el momento de salir a tender la ropa… Incluso hubo casos en los que, ni siquiera podía dibujar la cara de quien habitaba tras esa casilla del tablero.

Ilustración: Sara Palacios

Un escalón, dos… En el entresuelo, de techo mucho más bajo que el resto de plantas, vive la portera, un personaje entrañable. Sin duda, ella escribiría esta historia mucho mejor que yo. Lleva toda una vida recopilando información y recibiendo a los vecinos con una sonrisa y unas palabras amables, a pesar de sus rodillas resentidas que ya no perdonan tantas subidas y bajadas de esta escalera de peldaños desgastados que tan bien conoce. Llego al principal y me parece escuchar a lo lejos el eco del recuerdo del bullicio de los niños y gente de la escuela de música y baile que vienen y van, la música se ha apagado, como todo lo no esencial, la escuela está cerrada.  Continúo al primer piso. Podría toparme con la señora (me invento, divorciada) que tiene el perro más paseado del barrio y que mendiga conversación y compañía a todo aquel que se cruce en su camino. Justo en ese mismo rellano, en la puerta B habita su versión joven, que le hace competencia en cuanto a horas de paseo con el perro, pero que es tan maleducada, que cuando te la encuentras, ni siquiera te saluda (como siempre, habrá un motivo para eso… en cualquier caso, ¡yo suelo intentarlo!). Entre el primero y el segundo, me saluda uno de los chicos del piso de estudiantes, lleva un pijama de médico o de enfermero. No sabía que era uno de los héroes de esta pandemia… Cuanto merecería ahora una de esas fiestas que montaban en su piso los jueves… ¡No me dejaban pegar ojo! Me da pena pensar en todos esos bailes, primeros besos, conversaciones trascendentales en las que arreglar el mundo… que ya nunca serán por este virus de corona de reina malvada. Los estudiantes, creo, viven en el B y en el A alquila esa parejita joven a los que se ve tan ilusionados por comenzar su vida juntos (son ellos quienes han pegado la nota ofreciendo su ayuda en el ascensor).

Ilustración: Sara Palacios

Me pesan las piernas, la forma física nunca ha sido mi fuerte. He llegado a mi piso, el tercero, siento tentaciones de entrar ya y dejar la gimnasia, pero me apetece seguir hacia arriba para continuar con el resto de historias… Cuarto A, junto a la puerta el carrito del bebé que suele despertarme por las noches y que tiene una hermanita mayor que no para de corretear por el piso tocando mi techo como si fuese un tambor. Justo al lado, el piso turístico que, después de fallecer la señora Ernestina, que tenía un alquiler de renta antigua, reformaron y ahora alquilan a extranjeros por periodos de corta estancia (por desgracia, situación bastante habitual en las ciudades, esto sí no lo he echado nada de menos, debo decir).

Ilustración: Sara Palacios

¡Vamos ya no queda nada! Tomo un poco de aire en el descansillo y estoy en el quinto. En el rincón de una de las puertas el andador de la anciana que vive con su hijo-cuidador y me preguntó si él comenzará a vivir el día que ella no esté (en el momento en el que publicaré esto, un año después, el andador ya no está y el piso está en obras). En la puerta de enfrente, una planta preciosa, no acierto a saber quien vive allí, quizá esa chica tan guapa y estilosa… Y ¡por fin!, llego al ático. Resoplo. Miro arriba y me deslumbra el atardecer a través de la claraboya que alimenta el tragaluz que despierta los colores de los baldosines hidráulicos típicos de las fincas del Eixample de Barcelona. Fisgoneo por la ventana del patio de luces la terraza alumbrada con luces de verbena y su piscina… Siempre he soñado con tener una piscina… Me vuelvo para abajo, no vaya a ser que me descubran curioseando. Bajar es mucho más fácil que subir, pero el esfuerzo, suele tener recompensa.

La puerta de mi casa, mi felpudo ‘¿cómo se limpiará un felpudo?’, giro la llave, abro la puerta de mi hogar y, en ese preciso momento, suenan los acordes de un piano. Es Margarita, la vecina del piso de al lado. Por un error de cartero, descubrí que era editora. Por supuesto, nunca le he dicho que escribo…  Ya estoy en casa. Son las ocho de la tarde, estallan los aplausos y salgo al balcón. Miro abajo y distingo a la portera, a las señora del perro más paseado (su versión joven no suele salir nunca), la parejita, la mamá y la pequeña corredora… hago un leve movimiento de cabeza y sonrío a Margarita a modo de saludo y subo la vista y veo al resto de mis vecinos. Tras los aplausos, los estudiantes  nos regalan un concierto improvisado. No celebran fiestas, pero pueden dar conciertos en un balcón, no está tan mal… Alguien más con quien tengo algo en común. Resulta que algunos vecinos podríamos juntarnos en la escuela de música del principal cuando puedan volver a abrir.

Ilustración: Sara Palacios

Ha pasado un año, el coronavirus sigue con su fiesta pandémica, pero se ha perdido ese sentimiento sobrecogedor, de miedo, incertidumbre y, al mismo tiempo, de emoción por saber que estábamos viviendo un momento histórico. Ya no hay aplausos, casi se han apagado, incluso en los teatros, en los conciertos. Hoy podemos volver a salir. La vida, aunque sea a medias, ha vuelto al vecindario. Quien sabe si volverá a ser algún día a ser la de antes.

Ilustración: Sara Palacios

No debemos olvidar. Si queremos cambiar el mundo, debemos empezar por cambiar lo que está a nuestro alcance. Cambiar lo pequeño para lograr algo grande y, por el camino, quizá descubramos que nuestros sueños se encuentran sólo a un tabique de distancia. Mientras seguimos esperando que vuelva la vida SIN mascarilla, sin toques de queda, sin restricciones y CON muchos abrazos.

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